Mi periplo comenzó hace cuatro años y justo este mes que estamos comenzando: mayo. Al principio pensé que eran las hemorroides que sufría desde los 17 años, aunque notaba que no era el mismo dolor. Y lo mismo pensó mi doctor que me mandó unas pastillas durante quince días o una crema, ni me acuerdo ya. Aquello siguió y no podía sentarme. Me mandaron a un especialista (creo que era de digestivos) y este a su vez me derivó a hacer una resonancia con contraste vaginal y anal.
Cuando fui a recoger los resultados me dijo que la buena noticia era que no tenía ningún tumor, la mala, que no se sabía qué era, aunque parecía una neuropatía del pudendo. Nunca había oído nada de esa enfermedad. El médico comentó que podía deberse a los partos y las incisiones que se realizan para ello. Pero hacía 30 años que había tenido a mi último hijo. Me sonaba eso muy extraño. Empecé a mirar en internet qué era. El doctor me derivó al médico rehabilitador y al Hospital Clínico Universitario de Virgen de la Arrixaca, a una unidad multidisciplinar, pero me enviaron una carta diciéndome que no podían atenderme hasta que no llevase pruebas que se tenían que realizar en mi zona.
Mientras, me operaron de una rodilla y ahí empecé a sentir un dolor insoportable. Al estar operada y no poder andar ni poder estar de pie, estar sentada era lo peor que podía pasarme. Y empecé a investigar de qué manera yo podía ayudarme a mí misma. Me pasaba los días acostada y con dolor, llegué a sentirme deprimida. Solo tenía ganas de llorar. Ningún cojín que pusiera me iba bien. Y dando gracias a que mis búsquedas incansables en internet dieron su fruto y escribí a una asociación que encontré en mi región y que fue mi salvación. Me llamó Diana, de Adopec y empezó a preguntarme qué dolor tenía, qué tomaba para calmarlo, etc. Y gracias a ella descubrí que había gente que estaba igual e incluso peor que yo y que seguían luchando.
Me ayudó mucho porque me recomendó que fuese al médico y le hiciera saber lo que me dolía. Que si hacía falta me tirase al suelo y patalease, porque había personas que lo habían tenido que hacer para que los atendiesen o se creyeran el sufrimiento que tenían. No lo hice, pero sí se lo dije al médico, que no era mi estilo, pero que me dolía tanto que me daban ganas de tirarme al suelo y patalear para que me entendiera.
Era un chaval joven, y me mandó lo que todavía hoy sigo tomando. Esa época me pilló sin médico de cabecera fijo. Cada vez que iba había uno diferente y vuelta a empezar con las explicaciones: “desde mayo, bla, bla, bla”. Este joven me alivió con las medicinas que me mandó. Pero no era suficiente. Empecé a pedir que me hiciesen una electromiografía del pudendo, pero todo gracias a la información de Diana. Después de la resonancia, ahí se quedó el diagnóstico, sin confirmación. Dichosa prueba que me llevó un año lograr que me la hiciese la Seguridad Social.
Mientras, casualmente me había hecho un seguro privado unos meses antes de empezar con este dolor y comencé a utilizarlo. Mi cuñada me habló de un médico al que iba ella en una de las clínicas a las que yo podía acceder con el seguro privado y fui. El buen señor se emperró en que eran hemorroides y me quiso intervenir, me las congeló. Yo pensé que por lo menos me las quitaba, aunque sabía que no era ese mi problema. En qué mala hora. Lo pasé fatal. Justamente al día siguiente de la intervención, mi padre ingresó en urgencias y yo no podía ni sentarme, tampoco tenía nada para tomarme, allí no me podían dar nada. Pasé el día fatal, estaba cansadísima de estar de pie, si me sentaba también estaba mal, me dolía la intervención.
El doctor que me congeló las hemorroides ya se convenció de que no era eso lo que causaba mi dolor y entonces me dijo que fuese a su clínica privada a una fisio que trabajaría el suelo pélvico. Claro que mi lugar de residencia estaba a algo de distancia de esta ciudad. Con lo cual ni fui.
Cogí hora en el hospital Quirón para el urólogo. Cuando le relaté mi problema me dijo que él no podía ayudarme, que conocía el tema porque un amigo suyo que estaba en Madrid trabajaba en ello, que me podía facilitar el contacto si quería. Se me saltaron las lágrimas, porque veía que nadie me ayudaba. Nadie era capaz de saber lo que estaba sufriendo. Y todavía hoy eso sigue igual. Ni mi pareja sabe lo que esto me produce. Si una noche salgo de cena y se me olvidan las pastillas, cuando llego a mi casa he de acostarme porque no puedo estar ni de pie. Tengo la sensación de que se me inflaman los glúteos y el ano, y he de acostarme en una posición concreta donde los glúteos estén lo más separados posible para que no note ese contacto que significa dolor. Pero esa visita me sirvió para ver anunciado en unas pantallas el nombre de un ginecólogo que yo había leído en el grupo de Adopec, hablaban de él muy bien. Así que me cogí una cita y eso fue mi salvación. El doctor Villalobos. El día que fui me dijo que no me preocupase porque me iba a enviar a la unidad del dolor, a hacer la electromiografía y no sé cuántas pruebas más. Pero que no podía seguir viviendo de esa manera que eso no era calidad de vida. Ese día sí que me puse a llorar como una magdalena en la consulta. Por fin vi que alguien me comprendía. O por lo menos empatizaba y conocía el tema.
En la unidad del dolor me propusieron una intervención: llegar al nervio y quemarlo. No era definitivo, pero quizás podía mejorar. Y me lo hice. Pero a los seis meses volví a estar igual.
Entre tanto, me llegó la cita de la rehabilitación de la Seguridad Social, y estuve yendo a realizar ejercicios, además esta doctora me mandó a realizar la dichosa electromiografía. Que yo la iba pidiendo por todas partes, pero nadie me la mandaba. El por qué, no lo sé.
Con todo esto, al cabo de un par de meses me fui de vacaciones. Yo siempre salía con mi cojín colgado del hombro en una bolsa de tela. Lo llevaba en el coche y me lo sacaba para poder sentarme en cualquier lugar. Ya me había acostumbrado a eso. Pues un día, me lo dejé en el coche. Y mi marido me dijo al llegar al restaurante: “el cojín, te lo has dejado”. Le dije que lo había hecho a propósito porque los dos últimos días había notado mejoría. Así que, entre la intervención (por privado) y la fisioterapia (de la seguridad social), mejoré bastante. Seguía con las pastillas, pero no me dolía. Hasta llegué a decirle a mi doctora que quería dejarme alguna pastilla, pero fue imposible. A los dos días de dejármelas ya me dolía hasta de pie. Y eso que ella me dijo que no. Pero quise intentarlo.
Lo que también ayudó a la mejoría fueron las vacaciones, el llevar una vida normal de: me siento a desayunar, comer, cenar y cuando me apetece, pero no me paso la mañana sentada como en el trabajo. Y el estrés también empeora la enfermedad, lo he comprobado.
Así que, en cuanto comenzó septiembre, empecé a decaer otra vez. En octubre estaba igual que siempre.
Bueno, se me ha olvidado contar que me hicieron la electromiografía por el seguro privado, confirmando que tenía neuropatía del pudendo bilateral.
Y por fin, me llamó la unidad del dolor de la seguridad social. El “buen” doctor que me recibió, me dijo entre otras muchas cosas, que era imposible que yo tuviera neuropatía del pudendo en los dos lados. Y claro, yo sabía que sí, pero lo que quería es que me lo confirmase la seguridad social, porque a efectos oficiales lo de los seguros privados no sirven para nada. Así que me dijo que me metía al quirófano y que una vez allí ya vería lo que me hacía. Parecía que se estaba riendo de mí. Le dije que no. Que no me iba a meter a ningún quirófano sin saber lo que me iba a hacer. Así que me marché de allí y nunca más volví.
Y más adelante, me llamó la seguridad social para la dichosa electromiografía de pudendo. Confirmándose la bilateralidad de la misma.
Entre otras cosas, te sientes incomprendido cuando, con un gran dolor, me fui al hospital de urgencias y diciendo yo lo de la neuropatía del pudendo, me tuvieron cuatro horas esperando (el máximo tiempo) y yo de pie, claro, porque no podía sentarme, y todo porque en el triaje, el profesional consideró que mi caso no era urgente. Y cuando me atendieron me dijeron que era una hemorroide. Y tú que no, que eso no es. Y nada, a casa con cara de tonta. O cuando en el trabajo en las reuniones has de estar de pie porque intentas sentarte, pero es imposible y con las sillas tan duras que hay en todas partes. Y sientes que los demás no acaban de creerse tu dolor. Claro, exteriormente no hay herida, inflamación…
O en cualquier lugar que has de esperar turno te toca hacerlo de pie, no tienes el derecho de sentarte, te lo quita la enfermedad, y tu sociedad te ignora, y entras el último sin miramiento, porque no llevas un cartel que cuenta qué te pasa, no se ve nada a simple vista, no hay muleta, bastón, cabestrillo o silla de ruedas, pero sí hay dolor. Tampoco hay ninguna máquina que mida eso, el dolor.
Tampoco puedo ir al teatro y estar tranquilamente sentada. Depende, según la hora que sea si me he tomado la medicación o me he pasado de horas, o estoy en esos días que ni la medicación hace algo. Y me he de levantar y ponerme detrás, de pie. O estar de lado, mal colocada, por el dolor.
O conduciendo, pillar un atasco y después encontrar aparcamiento si voy a la ciudad ya “pa qué” contaros. Lo paso fatal. Y si eso me ocurre en una misma semana que he de ir dos veces por la tarde a la ciudad a algún curso y por la mañana he trabajado (sentada), cuando llego al curso no me puedo ni sentar, además al final de la semana ni la medicación hace algo.
Por las circunstancias de la vida, hasta ahora no he podido estar más centrada en mi enfermedad y ahora voy a pedir cita a mi doctora para ir al neurólogo, porque digo yo que, si mi enfermedad se llama neuropatía del nervio pudendo, sea el neurólogo el que ha de verme. Todavía no lo ha hecho. Y quiero solicitar al IMAS una minusvalía, aunque sea solo para poder aparcar en una plaza de discapacitados. Sería una gran ayuda para mí.